
La teoría de la evolución por selección natural explica que las especies cambian con el tiempo gracias a la variabilidad genética presente en sus poblaciones. En el caso del maíz, durante miles de años las plantas mejor adaptadas al ambiente sobrevivieron, se reprodujeron y transmitieron sus genes, mientras que las menos aptas desaparecieron. Este proceso permanente de selección, impulsado por mutaciones aleatorias en los genes —producidas por factores ambientales o errores de replicación del ADN— configuró la diversidad de las poblaciones silvestres de maíz antes de su domesticación.
El genoma del maíz, compuesto por 10 pares de cromosomas y cerca de 40.000 genes, se construye con miles de secuencias formadas por las bases A, C, G y T. Cada gen posee variantes —alelos— que aportan información distinta, y la presencia de múltiples alelos dentro de una población incrementa su diversidad genética. Hoy, gracias al mapeo de numerosos genomas de maíz, la ciencia ha logrado un plano detallado de su estructura genética para identificar genes relacionados con características clave, como rendimiento, resistencia a plagas y tolerancia al estrés. Sin embargo, descifrar cómo interactúan los genes entre sí sigue siendo un gran desafío para avanzar en variedades más productivas y adaptadas a cambios ambientales acelerados.

El maíz moderno proviene del teosinte, gramínea silvestre domesticada hace unos 9.000 años. Las comunidades sedentarias seleccionaron plantas con mazorcas más grandes y granos suaves, y con su expansión por Mesoamérica y posteriormente por el continente, surgieron variedades criollas con una enorme diversidad genética y adaptación local. Aunque estas variedades son valiosas, suelen tener rendimientos bajos frente al manejo agronómico moderno, a diferencia de los híbridos desarrollados desde mediados del siglo XX, que ofrecen mayor uniformidad y productividad.
Los maíces transgénicos constituyen hoy una parte significativa de la producción mundial. Más del 90 % del maíz sembrado en Estados Unidos, Brasil y Argentina utiliza semillas OGM, principalmente resistentes al herbicida glifosato o a insectos como el gusano cogollero y el barrenador (maíces Bt). Estas variedades reducen pérdidas —que pueden alcanzar el 70 % sin control— y disminuyen el uso de insecticidas, lo que supone beneficios productivos y ambientales. Sin embargo, siempre existe el riesgo de que insectos o malezas evolucionen resistencia, por lo que se recomiendan estrategias como sembrar franjas de maíz convencional alrededor de los lotes Bt. También es necesario estudiar los posibles efectos en cadenas tróficas y en la dinámica de plagas emergentes.
La edición genética, especialmente mediante CRISPR, representa una nueva etapa al permitir modificar genes propios del maíz sin introducir ADN de otras especies. Ya existen avances significativos, incluido un maíz editado aprobado en Japón con almidón casi totalmente compuesto de amilopectina. Esta tecnología abre la puerta a variedades con mejores rendimientos, mayor tolerancia al estrés y mejores características de calidad.
En Ecuador, el maíz sostiene una cadena de valor cercana a 4.000 millones de dólares, pero su productividad promedio permanece estancada (5 t/ha) mientras la demanda supera a la producción nacional y la superficie cultivada disminuye. Modernizar tecnológicamente la producción es urgente, y el desarrollo de híbridos adaptados a las condiciones locales debe ser prioritario. Aunque la Constitución prohíbe la siembra comercial de OGM, sí permite investigación; sin embargo, la industria nacional depende mayoritariamente de maíz importado que es, en su mayoría, transgénico. Más del 90 % del maíz producido en los principales países exportadores es OGM, lo que significa que muchos de los insumos y alimentos elaborados en Ecuador provienen indirectamente de esta tecnología.
Considerando estos elementos, se vuelve necesario abrir un debate informado sobre la actualización del marco constitucional, evaluando alternativas como priorizar la adopción de maíces Bt para mejorar la salud de los agricultores, reducir la contaminación por insecticidas y fortalecer la sostenibilidad del sistema productivo. La historia evolutiva del maíz, junto con los avances de la genética moderna, ofrece un marco sólido para discutir el futuro del cultivo y la seguridad alimentaria del país.












