
El fallecimiento del Papa Francisco nos hace recordar la excepcional claridad moral que aportó a los debates mundiales sobre el hambre, los sistemas agroalimentarios y la dignidad humana. Sus palabras nos recordaban constantemente que los alimentos no son simplemente un producto, sino un derecho. Porque el derecho a la alimentación es un derecho humano fundamental.
La alimentación no se reduce a una cuestión de logística o productividad, sino que es una cuestión de dignidad humana. No se limita a las cadenas de suministro o los informes económicos, sino que afecta a lo más sagrado de la vida misma. La alimentación concierne a todas las personas, a las comunidades que construimos y a las culturas que transmitimos. Tiene que ver con la compasión y con los lazos inquebrantables que nos unen. Cuando nos comprometemos a alimentar al mundo, no solo llenamos estómagos, sino que honramos al alma de la humanidad, especialmente la de las personas vulnerables y marginadas.
En la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), gozamos del privilegio de mantener un diálogo extenso y significativo con Su Santidad. Tuve el honor de conocerlo personalmente y de recibir en varias ocasiones su apoyo a nuestra noble misión. Compartíamos el mismo lema: vivir de forma sencilla, pero no hacer un trabajo simple.

En 2022, elogió la labor que la FAO realizaba en apoyo de las poblaciones vulnerables durante un período marcado por los conflictos, la inestabilidad económica y una pandemia que seguía azotando al mundo. Agradecí profundamente su reconocimiento y su constante insistencia en que la transformación de los sistemas agroalimentarios debe comenzar desde la base. Debemos trabajar juntos para transformar los sistemas agroalimentarios mundiales a fin de que sean más eficientes, inclusivos, resilientes y sostenibles.
El Papa Francisco valoraba mucho la humildad de quienes trabajan con gran esfuerzo y en silencio. Nos pidió que no los olvidáramos. Que no olvidáramos a los agricultores familiares, especialmente a los pequeños productores, a las mujeres rurales y a los niños y niñas que padecen hambre. Nos recordó que cada una de esas historias cuenta la historia del mundo. No debemos dejar a nadie atrás.
En la larga trayectoria de lucha de la humanidad, hay pocas luchas más nobles que el esfuerzo por alimentar a los demás. El Papa Francisco nos recordó que este deber no se cumple solo con la caridad, sino con la justicia y la inversión. Él veía en el simple acto de alimentarse un gesto de profunda moralidad, que une a los vivos con quienes nos precedieron, con las manos que sembraron y con las esperanzas que perduraron.

En los foros multilaterales, hablamos de sostenibilidad y transformación. Sin embargo, el Papa Francisco nos pedía que habláramos también de la dignidad. Nos enseñó que desperdiciar alimentos es olvidar al agricultor. Dar la espalda al hambre es traicionar nuestra humanidad común.
Debemos convertir nuestra retórica colectiva en medidas concretas a fin de conseguir las cuatro mejoras para todo el mundo: una mejor producción, una mejor nutrición, un mejor medio ambiente y una vida mejor.
No hablaba como un gobernante, sino como un testigo. Con sus palabras nos pidió a todos —líderes, agricultores, consumidores— que hiciéramos algo de un valor incalculable: nos pidió que nos implicáramos.
Debemos implicarnos hasta el punto de garantizar un futuro mejor y con mayor seguridad alimentaria para las generaciones presentes y futuras (…).